miércoles, 4 de enero de 2012

El lenguaje y la laringe

Boletín de la Academia Nacional de Medicina de Venezuela
  Diciembre 2011
El lenguaje y la laringe
Autor:   Dr. Abraham Krivoy
Correo electrónico: abrahamkrivoy@cantv.net
R E S U M E N
El hecho de que los primates sean capaces de un aprendizaje simbólico mínimo y de que se puedan expresar con lenguaje de señas,  si se les enseña, hace pensar, según Deacon, que homínidos como Homo habilis, Homo erectus u Homo neandertalensis, que eran fabricantes de herramientas, utilizaron quizá el lenguaje de señas para comunicarse a falta de un aparato fonético adecuado. Esto quiere decir que aunque su comunicación pudiera ser más rudimentaria y menos simbólica que la nuestra, es posible que con ella se fueran construyendo baldwinianamente los caminos neuronales y genéticos que condujeron finalmente a la mente simbólica del Homo sapiens, entre cuyas mayores expresiones está el lenguaje fonético que debió florecer plenamente gracias al cambio evolutivo en su tracto bucofaríngeo
Hace aproximadamente dos millones y medio de años, esos antepasados (homínidos que aún no pertenecían a nuestra actual categoría de Homo sapiens) hicieron un cambio radical en su naciente cultura: empezaron a utilizar herramientas de piedra para conseguir carne en la sabana abierta. Para ello, tuvieron que cooperar organizándose en pequeños grupos sociales, a fin de competir con otros animales por las presas caídas. Esa cercanía social desencadenó paralelamente conflictos en torno de los recursos alimenticios y la formación de las parejas. Para superar estos desafíos, los primeros homínidos necesitaron una forma de comunicación sin precedentes y más desarrollada.
La facultad del habla, que de eso se trata, requiere un grado alto de complejidad neuronal. Aun para llevar a cabo la conversación más simple, es necesario que participen múltiples áreas del cerebro. Muchos biólogos consideran que la posesión de esta mayor complejidad cerebral es el resultado de una selección natural intensificada.
Los chimpancés usan vocalizaciones estereotípicas instintivas muy ligadas a la agresión, el miedo u otras emociones. Para Deacon, la emergencia en los humanos de herramientas y procesos culturales relajó los rígidos patrones de vocalización, sentando las bases para una explosión de la invención lingüística.
A diferencia de otros animales, los bebés humanos comienzan a balbucear en una etapa temprana relajada y no fuertemente emocional de su vida, como puede ser el de una cría de otro animal que debe luchar por sobrevivir. Según el antropólogo, parte significativa de nuestra habilidad para el lenguaje proviene de haber estado librados de restricciones.
Si acordamos con esta línea de pensamiento basada en las investigaciones y reflexiones, la evolución del lenguaje no habría sido el resultado del famoso enfrentamiento natura versus nurtura. La adaptación de nuestro lenguaje reflejaría una especial necesidad de símbolos, del mismo modo que los cuerpos de los castores reflejarían las necesidad de los estanques que ellos crean. Desde este punto de vista, entonces, podría decirse que los humanos somos una expresión biológica de la cultura.
La laringe humana tiene la peculiaridad de estar muy baja en el cuello, si la comparamos con la de otros mamíferos. Esto implica que podemos atragantarnos si tragamos y respiramos a la vez, cosa que no le sucede, por ejemplo, a nuestros cercanos parientes chimpancés que, al tener la laringe más alta, conectan la misma directamente con la cavidad nasal mientras por la bucal introducen el alimento. ¿Qué ventaja, pues, podría reportarnos una laringe tan baja, dado ese indudable inconveniente? Los bebés humanos son como los demás mamíferos en lo que a la localización de la laringe se refiere. Pero durante el desarrollo infantil la laringe desciende y, también, el lenguaje aflora. ¿Podría ser esta la razón evolutiva de esta peligrosa originalidad anatómica? ¿Qué tiene de particular una laringe más baja, que hace el habla posible y con ella el lenguaje, tal como lo entendemos y usamos?
C O M E N T A R I O S
Se podría decir, utilizando una metáfora, que es muy posible que  la evolución de los homínidos, implicó la comunicación que fue equivalente al hecho de que se fueran colocando sin ninguna premeditación las vías férreas por las que finalmente atravesaría el tren de la mente simbólica humana y su lenguaje. Por estar constreñido por la biología  la parte cultural, siempre   requirió un buen período  entre  alguna adquisición, como el dominio del fuego  y los cambios cerebrales que en este caso particular se  calcula en  cerca de  dos millones de años. Por ello el desarrollo de nuevas herramientas no se acompañó de cambios estructurales cerebrales.
El otro desarrollo importante se halló en la anatomía  de los tractos vocales y  el crecimiento cerebral en la  época  glacial. Así el lenguaje se convierte en un medidor de la cultura ya que la especie humana es la única que desarrolló los símbolos y la gramática. El entrenamiento de los monos en símbolos lingüísticos es solo limitado pero no tienen la capacidad de  inventarlos en su ámbito salvaje. Los monos  poseen una cultura episódica, es decir viven en el presente y su mayor logro sería en la memoria, la representación de eventos. No tienen accesos a sus bancos de memorias, ya sus núcleos de memoria  dependen  exclusivamente  del ambiente para lograrlo. Son animales condicionados y piensan solo en el sentido de reacción al presente o pasado inmediato que incluye  símbolos de entrenamientos previos muy concretos. En el humano el acceso a la memoria no requiere del ambiente y es totalmente voluntario. Un animal en el bosque puede moverse  sigilosamente  en relación al ambiente que percibe. Un humano  en el mismo ámbito puede dirigir sus pensamientos a situaciones  totalmente  independientes del bosque. La  primera representación  simbólica de  memoria  debería ganar  un acceso explícito a  los núcleos neuronales de conocimientos latentes.
Reference bibliographical
Deacon TW. The Symbolic Species: the co-evolution of language and the brain. W.W. Norton & Company. New York, London. 1997.

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